La imagen se repite cada mañana. Un tumulto apresurado de trabajadores abandona los vagones del Metro tratando de alcanzar la salida. En el camino se ven obligados a sortear a una pareja de policías de paisano que revisa con aburrimiento la documentación de un africano, mientras otros inmigrantes son retenidos en un lado a la espera de su turno. Por unos instantes, quienes están dentro del círculo cruzan la mirada con los que hasta hace unos minutos habían compartido el vagón camino del trabajo. Pronto los últimos pasajeros desaparecen del andén, dejando atrás una escena que olvidarán antes de llegar a la calle.
Ninguno de nosotros piensa que habita sobre una frontera y sin embargo eso es exactamente lo que hacemos. Son las fronteras líquidas, invisibles, que definen los No Lugares y a quienes los habitan. Son espacios físicos de negación de derechos, pequeños Estados de excepción en los que todo vale porque el Otro nunca fue invitado. O, sencillamente, porque nunca fue. Son espacios que ya conocemos. En otro tiempo –y aún hoy, en demasiados sitios– el sexo, el color de la piel o la clase social establecieron barreras insalvables entre Ellos y Nosotros. Lo que hoy nos parece inconcebible fue cotidiano en algún momento, cuando nuestros antepasados aceptaron la servidumbre de sus vecinos o la infantilización política de sus mujeres e hijas. Cuando nos pareció natural recluir a un homosexual en un sanatorio o establecer aceras solo para blancos…
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