El odio no tiene fronteras. El Pulse pudo ser cualquiera de los locales madrileños en los que jóvenes y mayores disfrutan de una libertad solo recientemente reconocida. No es la primera vez que algo así ocurre, pero quizás nos pilló por sorpresa porque aquí, en esta esquina del mundo, llevábamos años ganando batallas contra la homofobia, la bifobia y la transfobia. Precisamente, no es que fuese un camino de rosas, pero después de todas las espinas que llevábamos clavadas en el cuerpo, parecía que se secaban los zarzales, que lentamente florecían entre tantas malas hierbas claveles de todos los colores del arcoíris.

No, el odio no tiene fronteras. El odio viaja libremente, exento de visados: de Orlando a Kampala, San Pedro Sula o Yakarta. Este odio tiene nombre, pero pocos le piden su pasaporte, quizás por miedo a ver en tanta barbarie un reflejo de sí mismos. El odio se llama heteropatriarcado pero, sin importar cuántas vidas se cobre, cuántos corazones rompa, pocos lo nombran. Dicen que no hay más ciego que aquel que no quiere ver. Será verdad, si después de habernos torturado, asesinado y borrado de la Historia, siguen diciendo que el problema es de otros. El acoso, el insulto, la marginación, la desigualdad, la discriminación o los suicidios son nuestro pan de cada día. Pero el problema es de otros, que por supuesto viven lejos y son distintos, incivilizados, atrasados. Aunque el odio sea el mismo en todos los países, idiomas y religiones.

Y, aún así, nos dejamos seducir dócilmente por su discurso. A ellos, nuestros defensores de los derechos humanos, los mismos que se olvidan de aquello que nos asfixia, les dejamos edificar los muros que han de protegernos. O, al menos, eso dicen. Ellos, los que marcaron con hierro candente las fronteras de nuestras maneras de sentir, de amar o de vivir, construyen la fortaleza que ha de resguardarnos del enemigo exterior. Verdaderos laberintos kafkianos de muros y vallas equipados con concertinas, sensores térmicos y mallas antitrepa, todo ello para que nos sintamos a salvo de lo hace peligrar nuestras vidas allá fuera.

Una vez dentro, nos queda celebrar por todo lo alto nuestra dicha. ¡Por fin, somos libres! Invertimos millones en celebrar nuestro orgullo, tan merecido. Al espíritu reivindicativo, a la marcha y a las demandas políticas y sociales se une el frenesí de consumo y disfrute que nos embriaga. Es nuestra fiesta. Por desgracia, para algunos ya es solo eso.

Madrid, Londres o Tel Aviv son nuestras durante uno o varios días, así como de todas aquellas personas que vienen a compartir las ganas de vivir en libertad, igualdad y diversidad. Eso no quiere decir que estemos completamente a salvo en ellas, ni que de repente gocemos de los derechos que las leyes nos niegan, pero sí se convierten en la Meca de nuestra lucha. Abrazamos el reluciente capitalismo rosa porque, como Whitman, nos contradecimos y cada uno de nosotros contiene multitudes (¿y no nos queda otra, no?). Aceptamos carrozas de unos y otros, nos convertimos gustosamente en objeto de su estrategia de mercadotecnia. Nos perdonamos nuestras contradicciones; al fin y al cabo, es nuestra fiesta.

«El odio se llama heteropatriarcado»

Los críticos del pinkwashing que practica el Estado de Israel utilizan con frecuencia una imagen muy ilustrativa: la de los visitantes del Orgullo LGTB de Tel Aviv bailando con atractivos soldados israelíes que, cuando acabe la fiesta, volverán a sus puestos, continuando con la ocupación y las violaciones de derechos humanos de la población palestina. A apenas unos kilómetros de la celebración del activismo por los derechos de las personas LGTB, las mismas autoridades continúan con algunas de las violaciones más flagrantes del derecho internacional. La frontera, vallada y militarizada, dibuja una línea que separa a quienes merecen o no disfrutar de la fiesta de los derechos humanos, a quienes pueden o no celebrar su diversidad.

¿Hemos caído nosotros en el hechizo de la propaganda rosa? Cada vez son más los líderes (a derecha e izquierda del espectro político) que se suman a la causa de los derechos humanos de las personas LGTB. Lo hacen incluso quienes años atrás se opusieron con vehemencia al reconocimiento legal de la diversidad sexual y de género. Paradojas de la vida. Ello no significa que hayamos dejado de ser víctimas del discurso de odio. Pero parece innegable que aquí en España la igualdad es, al menos, políticamente correcta.

El riesgo para nosotros es caer en la autocomplaciencia. Seguir celebrando el Orgullo en Madrid, Londres o Tel Aviv y que el estruendo y los desfiles nos impidan mirar más allá de los muros. Muros que hemos dejado que erijan en nuestro nombre.

Hace dos años, el lema del Orgullo LGTB madrileño no pudo ser más acertado: «Nos manifestamos por quienes no pueden». Nos estaría de más seguir haciéndolo. Desde entonces hemos visto numerosas acciones de solidaridad ciudadana (y, también, alguna que otra actuación deplorable por parte del Ministerio del Interior revertida por la presión social), especialmente con las personas refugiadas que huían de la homofobia o la transfobia. En Reino Unido, donde la rechazo a la inmigración (el racismo y la xenofobia, en definitiva) ha sido una de las bazas de la campaña a favor del Brexit, grupos como Lesbians and Gays Support the Migrants se han convertido en un inspirador referente de lo que siempre debió ser nuestra lucha: la solidaridad en la batalla contra todas las formas de opresión y desigualdad.

«Llegamos hasta donde hoy estamos esgrimiendo nuestra pluma como espada, no abanicando con ellas a los poderosos»

Y, sin embargo, las aguas que bañan nuestras celebraciones mediterráneas son las mismas que arrastran los cadáveres de todas aquellas personas ahogadas en los fosos de la fortaleza europea. Son nuestras banderas, la española y la europea, las que adornan los puestos de vigilancia y los uniformes de quienes guardan las puertas del castillo. Frente a las que se agolpan decenas, cientos y miles de personas a las que nuestras leyes y autoridades niegan esa misma igualdad, libertad y diversidad por las que nosotros marchamos, cantamos y bailamos.

Si el heteropatriarcado es pura biopolítica, esta también entiende de colores de piel, de orígenes, de vestimentas, de religiones. Cuerpos clasificados, ordenados y estigmatizados, tatuados con la alteridad que justifica la excepcionalidad legal. La fuerza bruta de la frontera cae sobre estos cuerpos como la concertina corta la carne y abre en canal un brazo que buscaba todo lo que nuestra bandera arcoíris representa. Y nada más.

Solíamos decir que el silencio de algunos era cómplice de la violencia de otros. ¿No lo es también nuestra cómoda sumisión? ¿Nos ha domesticado ese mismo nacionalismo hegemónico que decía querer protegernos? Llegamos hasta donde hoy estamos esgrimiendo nuestra pluma como espada, no abanicando con ellas a los poderosos. Ahora ellos y otros quieren convencernos de que esta globalización fronterizada es lo mejor que podemos tener. Y, mientras tanto, nos hemos dejado arropar por sus muros, guardias fronterizos y deportaciones, para así dormir a salvo de las amenazas externas.

¿Ha desaparecido el peligro? No. Orlando. El suicidio de Alan. El asesinato de Shira Banki en Jerusalén. Y, del otro lado de la frontera, un sinfín de nombres sepultados en el mar o el desierto. Seguimos velando a las víctimas de un odio que no conoce fronteras, porque vive dentro de cada una de ellas. Ante eso, solo nos cabe exigir que nuestro orgullo sea capaz de derribar todos los muros que la mente humana ha edificado.

 

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