El sentimiento de culpa por querer estudiar. La frustración de no tener con qué pagar la matrícula de la universidad pública. Los horarios imposibles de conciliar, entre clases de asistencia obligatoria y trabajos a tiempo parcial. La concatenación de contratos de prácticas, mal o no remuneradas, hasta pasados los treinta. El esfuerzo de los abuelos que sostienen la gestación del futuro de sus nietos cuando los padres viven con el agua al cuello; los padres que hipotecan hasta el último fruto de una vida de esfuerzo por aquello que exige el mercado, pero que ya no cubre el Estado de bienestar.
La pérdida de respeto y consideración por el trabajo propio. Los eternos contratos de formación, la sonrisa forzada del falso autónomo. La igualdad traducida en la normalización del contrato parcial, las diferencias salariales, el techo de cristal, la desprotección frente al acoso de la trabajadora precaria. Los años invertidos en una tesis doctoral, borrados en cuestión de segundos del currículum: no buscan a gente tan preparada.
Las sillas vacías en las comidas familiares; las lágrimas que ruedan por las mejillas cuando la hermana, el primo, el nieto o la sobrina aparecen en la pantalla del ordenador. La mala conexión no logra disimular la voz quebrada que saluda a miles de kilómetros de distancia. «Abuela, no llores, que allí al menos tiene una vida digna». El vacuo consuelo de quienes han pagado el pato de la primera gran estafa del siglo.
«Por mucho empeño que se le ponga, es difícil ser activo en política cuando te faltan horas al día o cuando hace ya un año que te marchaste a la isla Reunión»
Había que contarlo. De ellos y ellas eso se trataba, de la Generación NiNiNi: «ni estudio, ni trabajo, ni me dejan hacerlo». Alguno, duro de oídos o de entendimiento, ha respondido que de joven él también tuvo que trabajar duro. Ser joven nunca fue fácil, argumenta.
El proyecto Sueños Rotos solo ha confirmado lo que esta lógica reaccionaria se niega a ver: que esta generación ya vive peor que la de sus padres. La recompensa por los años de trabajo parece haberse esfumado. Al menos, en España.
De ahí también los 100 retratos, un caleidoscopio de la emigración juvenil española, un fenómeno que ha afectado ya a más de 823.000 jóvenes, según el Instituto Nacional de Estadística, aunque hay quien denuncia que tras las estadísticas oficiales se esconde una cifra mucho mayor.
Los números, sin embargo, no bastaban. Quizás un error de nuestro tiempo sea conformarnos con cuantificarlo todo. Había que darles voz. Que contasen sus experiencias, sus expectativas, sus decepciones. Que diesen un puñetazo en la mesa, que brindasen por su éxito, que pudiesen poner su nostalgia por escrito. Si el voto rogado les robó el derecho al sufragio, al menos les debíamos la oportunidad de aportar al debate público la escurridiza realidad de la «movilidad exterior», Báñez dixit.
Hace poco leí un interesante artículo sobre la inesperada capacidad de resiliencia que han demostrado los españoles durante esta crisis. En los peores momentos para las instituciones y los actores económicos, la sociedad civil ha actuado de colchón a la hora de paliar algunas de las consecuencias más nefastas de la crisis. Creo sinceramente que nuestros jóvenes son un inspirador ejemplo de ello.
El 15-M, en este sentido, solo fue la punta del iceberg de una movilización juvenil que contra todo pronóstico supo dar a luz proyectos de un inestimable valor para lo común, lo de todos; valgan la Marea Granate o la Oficina Precaria como ejemplos de las muchas otras iniciativas que han defendido lo que otros habían dado por perdido.
Y, sin embargo, han estado a menudo ausentes del debate público. Quizás porque, por mucho empeño que se le ponga, es difícil ser activo en política cuando te faltan tantas horas al día o cuando hace ya un año que te marchaste a la isla Reunión; pero también, sin ninguna duda, porque brilló por su ausencia el interés en ir a buscarlos.
Reconocer que hacía falta hablar de ellos y de ellas no es, en mi opinión, autocomplacencia, sino un ejercicio de justicia (periodística, democrática, social). Lo resumió bien Miguel Vila cuando le pedimos, como a otros representantes políticos, que escuchara a estos jóvenes: «un país del que sus jóvenes se tienen que ir es un país enfermo».
Antes lo intuíamos, ahora lo sabemos: las consecuencias económicas, demográficas y políticas estaban ahí, solo hacía falta tener voluntad para echar un vistazo. La pregunta, en este eterno año preelectoral, es si habrá voluntad para ofrecer algo distinto a esta generación cuyos sueños se han roto en mil pedazos.