¿Exactamente cuánto tiene que empeorar la crisis en las fronteras de la Unión Europea antes de que sus líderes comiencen a mostrar algún liderazgo?

La reunión de la semana pasada en Viena sobre la migración en los Balcanes occidentales ha sido la penúltima oportunidad perdida. Reunidos sobre 2.400 muertos en el Mediterráneo, el espantoso descubrimiento de 70 cadáveres descompuestos en un camión varado en una autopista austriaca y el sufrimiento de escala épica a lo largo de las fronteras de la UE, la cumbre ofreció como resultados algunas expresiones de angustia, una pequeña porción de ayuda humanitaria y el compromiso de reforzar más los controles en frontera.

La respuesta de la UE a la crisis migratoria ha seguido una trayectoria lóbregamente predecible. Mientras una operación de búsqueda y rescate criminalmente infrafinanciada salva vidas en el Mediterráneo, los gobiernos europeos mantienen una guerra verbal contra los traficantes de personas, disparan el gasto en vallas y control de fronteras y emiten amenazas de deportación para los «enjambres» de inmigrantes irregulares que buscan el acceso irregular a los mercados de trabajo de Europa.
Todo esto está desatando el pánico moral de los refugiados y desviando la atención del debate que debería estar teniendo lugar. Este debate es sobre un desplazamiento forzoso de seres humanos que no tiene precedentes desde la Segunda Guerra Mundial, y sobre un sistema de asilo que muestra defectos más allá de cualquier solución. 

La guerra contra los traficantes de personas es una guerra de cartón-piedra. Nadie pone en duda la criminalidad de las bandas que controlan el mercado de seres humanos. Pero la rigidez creciente de las políticas fronterizas europeas no hace más que incrementar los beneficios de este mercado.

Un trágico incidente ayuda a ilustrar el reto real al que hace frente Europa. El pasado abril, 500 inmigrantes murieron en la costa de Libia cuando su bote se hundió tras chocar con un barco carguero. La relación de víctimas incluía nacionales de Siria, Eritrea y Somalia que escapaban de la guerra, la persecución y la violación de derechos humanos. Eran parte de los alrededor de 60 millones de personas obligadas a abandonar su lugar de origen, muchas de las cuáles viven como refugiados.

Estas son realmente las personas que buscan accederá una Europa en la que creen que podrían encontrar seguridad y la oportunidad de rehacer sus vidas. Los datos de la agencia europea de fronteras, Frontex, muestran que los grupos más amplios de quienes tratan de entrar por los Balcanes occidentales y el Mediterráneo son sirios, seguidos de eritreos y afganos (muchos de ellos refugiados expulsados de Irán). Mientras los países europeos sufren discutiendo un modesto plan de la Comisión para acoger a 40.000 refugiados y los medios de comunicación británicos desatan el pánico por 5.000 inmigrantes en Calais, más de 4 millones de refugiados sirios viven en países vecinos. Etiopía, uno de los países más pobres del mundo, acoge más de un millón de refugiados de Eritrea, Somalia y Sudán del Sur.

Por supuesto, no todos los inmigrantes son refugiados. La línea que separa la pobreza y el desplazamiento forzoso a menudo es difusa. Pero la inmensa mayoría de los que tratan de acceder ahora a la UE vienen de países en donde existe una presunción razonable de la legitimidad de su demanda de asilo.

La inepta respuesta de Europa a la crisis de los refugiados ha generado una sensación de fatalismo. Las llamadas a construir vallas más altas, desmantelar el derecho a la libre circulación dentro de la UE o la repatriación forzosa tienen un atractivo populista que ha sido explotado con cierta eficacia por xenófobos de diferente pelaje, pero estas son medidas estériles que no harán nada para frenar la crisis que alimenta el reto migratorio.

Existe una alternativa. Comparen las cumbres migratorias de la UE con la respuesta ofrecida hace unos cuarenta años a la crisis de los balseros que se produjo al final de la Guerra de Vietnam. Entonces, como ahora, una gran guerra y el miedo a la persecución enfrentó a una región entera a flujos de inmigración sin precedentes. A finales de 1979 más de medio millón de personas habían abandonado Vietnam. Abrumados por la situación, gobiernos de la región como Tailandia, Malasia y Filipinas –ninguno de los cuáles reconocía la Convención de la ONU sobre Refugiados- adoptaron la política de devolver los barcos. El negocio del tráfico de personas floreció, con traficantes fletando barcazas metálicas descascaradas y abandonadas en aguas internacionales. La cifra de ahogados superó posiblemente las 200.000 personas.

La crisis fue resuelta a través de la cooperación internacional. En 1989, sobre la base de un acuerdo previo, más de 70 gobiernos se comprometieron a un Plan de Acción Comprehensivo. Los países de la región accedieron a dejar de expulsar los barcos y a procesar las solicitudes de asilo, y Vietnam accedió a apoyar una política de salidas ordenadas. En el otro extremo del acuerdo, una coalición de países desarrollados aceptó un proceso rápido de reasentamiento de los refugiados, un millón de los cuáles abandonó la región. La agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR) recibió los recursos financieros para aplicar el plan.

Llegar a un acuerdo no fue fácil. Margaret Thatcher, entonces Primera Ministra británica, se opuso sonoramente al reasentamiento en el Reino Unido de los balseros vietnamitas que habían llegado a Hong-Kong. Igual que sus colegas de hoy, los gobiernos regionales tenían miedo de ser inundados por los refugiados. Lo que permitió la resolución de la crisis fue un enfoque multilateral basado en la responsabilidad compartida, los valores comunes y, en términos de larealpolitik más gruesa, el reconocimiento de que no existía una alternativa creíble.

El contraste con la respuesta a la tragedia que se desencadena en las fronteras de la UE resulta al mismo tiempo doloroso e instructivo. Consideremos la respuesta internacional a la petición de ayuda de los refugiados sirios establecidos en Estados vecinos. Alrededor del 70 por ciento de los refugiados sirios en Líbano viven en este momento por debajo del umbral de la pobreza. Menos de la mitad de los niños refugiados en la región están en la escuela, y el trabajo infantil ha alcanzado proporciones epidémicas. La asistencia sanitaria es limitada. A pesar de las necesidades urgentes y las peticiones constantes de ayuda, menos de un tercio de las demandas de ACNUR en Siria están financiadas.

Una ayuda más eficaz y generosa para los países que acogen a los refugiados podría ofrecer esperanza y oportunidades, liberando algo la presión de refugiados que se dirigen hacia la UE. Enfrentados a una pobreza abyecta y a un futuro que no ofrece seguridad, empleo o educación para sus hijos, los refugiados sirios hacen lo que los ciudadanos de la UE harían en sus circunstancias, que es buscar un futuro mejor en alguna otra parte. La misma historia podría aplicar a los refugiados que huyen de la violencia y el abuso de los derechos humanos en Sudán del Sur, el Norte de Nigeria, Mali, Eritrea y Somalia.

Pero, aunque la ayuda debe jugar su papel, la idea de que puede resolver la crisis migratoria es una fantasía. Tras otro verano trágico, los gobiernos europeos deben recuperar e incrementar de forma notable las operaciones de búsqueda y rescate que fueron recortadas el año pasado. Sea cual sea la complejidad legal, política o económica de este reto, permitir que emigrantes vulnerables se ahoguen en el Mediterráneo o se asfixien en las bodegas de los barcos es una afrenta a los valores europeos.

El desafío más profundo es transformar la política de asilo de la UE. La llamada Regulación de Dublín –que exige procesar la solicitud de asilo en los países por donde acceden los solicitantes- se está colapsando bajo el peso de su propia irrelevancia y necesita ser reemplazada por una alternativa coherente. Lo que resulta aún más urgente, Europa debe incrementar radicalmente el número de peticiones de asilo que procesa y el de refugiados que admite.

Sostener una guerra retórica contra los traficantes de personas es suficiente para los políticos que buscan rédito populista. Pero las víctimas de esta guerra no son los traficantes, sino aquellos forzados a ponerse en sus manos por la inercia política que lastra a los líderes de la UE.

Artículo publicado originalmente en el blog ‘3.500 millones’ (El País).  Kevin Watkins es director del Overseas Development Institute y patrono de la Fundación porCausa. Esta pieza es la segunda de la serie de porCausa sobre refugiados e inmigración. Una versión reducida del texto fue publicada por el diario británico The Independent.