Solos y desde el sur. Así es como han llegado a España miles de chavales y chavalas, jóvenes migrantes, aún muy niños en muchos casos. Lo hacen a bordo de barquitas de juguete con artesanales remos de madera, a toda velocidad en motos de agua cuyo piloto les tira al mar si se topa con la lancha de la Guardia Civil. Vienen medio asfixiados dentro de maletas o escondidos en el salpicadero de un coche que cruza tembloroso el paso fronterizo de Ceuta o Melilla.

A la carrera entre los policías españoles y marroquíes en los puestos de frontera, con la vista fijada en colarse en un ferry en los bajos de un camión. Llegan en embarcaciones más grandes, junto a decenas de otros migrantes mayores. Junto a sus propios traficantes, tratantes en algunos casos. Llegan solos y son vulnerables. Vienen a Europa huyendo de mil males. Son magrebíes, subsaharianos, sirios, afganos…

Son niños que han crecido de forma prematura, madurez acelerada por la pobreza, la violencia o amenazas que envejecen la mirada y, a veces, envilecen el carácter. Les llamamos menas. Eso son para la Administración. Meras siglas, un problema con muchos nombres y apellidos que el Estado ha tenido a bien agrupar bajo el nombre técnico de «menores extranjeros no acompañados». Menas. Niños sigla. Niños de nadie.

Son 13.012 los chicos y chicas que el Ministerio del Interior tiene contabilizados hasta finales del pasado enero. El doble que en 2017. Tres veces más que en 2016. Casi 700 menos que en diciembre de 2018. ¿Dónde han ido en un solo mes esos 700 niños cuya guarda y custodia recae en las comunidades autónomas? Es una pregunta sin respuesta clara: unos se hacen mayores y dejan de llamarse menas para ser sólo inmigrantes irregulares.

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