El refugio que no llega

No es sirio, pero él también huye de una guerra. Maiga lleva dos años esperando que su solicitud de asilo se resuelva. Hace tres que huyó de los rebeldes del norte de Mali. Después, saltó la valla de Melilla junto a otras 500 personas.

En las aceras de una glorieta de Madrid hay dos bocas de metro que escupen desde sus entrañas decenas de personas a cada momento. Son las once de la mañana y el cielo está nublado. Después de la hora punta todo está más tranquilo: los bares y restaurantes de los aledaños, no muy llenos. Las terrazas de los locales, vacías por el frío de abril. Y, pese a que hay vigilantes del carril bus dispuestos a multar, los transportistas se arriesgan y dejan su furgón mal aparcado. Entre los viajeros que salen del subterráneo se encuentra Maiga. Un hombre negro, bajo y corpulento, que lleva suelta su melena rizada, viste unos vaqueros oscuros y un jersey gris ceñido al cuerpo.

En su mano izquierda, carga con una chaqueta negra de cuero sintético que no necesita, a pesar del frío. En la derecha, un móvil con unos auriculares colgando. Destaca entre la multitud no solo por su físico sino por la seguridad de sus andares.

Maiga espera en la playa de Melilla, en marzo de 2014. Foto / LAURA TÁRRAGA

La guerra en el norte de Mali, que comenzó en 2012, le empujó a salir de su país y viajar hacia el norte hasta llegar a España. En su camino hacia Europa se encontró con tres fronteras físicas. Durante la primera, de Mali a Argelia, no tuvo ningún problema. En la segunda, de Argelia a Marruecos, tuvo que pagar a una traficante para que le ayudara a cruzar en la noche. Finalmente, en la tercera, de Marruecos a España, tuvo que saltar la valla de Melilla: tres muros de alambre de seis metros de altura, con espinos y concertinas. Él y otros 500 consiguieron saltar a primera hora de la mañana del 19 de marzo de 2014. Hasta ese momento, nunca tantas personas habían traspasado la valla a un mismo tiempo. Una vez en la península, solicitó asilo. Desde entonces, espera encontrar refugio legal en España.

Maiga no entiende porqué el Ministerio de Interior tarda tanto en darle una respuesta cuando ha visto más celeridad en los expedientes de otros extranjeros. “Yo soy refugiado de mi país —explica— y los sirios, también”. “Llegamos juntos, el mismo día, en el mismo mes, a la misma hora. ¿Por qué ellos tienen residencia y yo no?”, se pregunta, frustrado. “Ellos tienen guerra y yo tengo guerra en mi país, por qué yo no tengo [los papeles], llevo dos años aquí y todavía no tengo nada”, se lamenta. “Un sirio que vivía conmigo ya tiene todas las cosas y trabajo. Conozco amigos sirios que tienen residencia y pasaporte de España, pero yo solo [tengo] mi tarjeta roja”, cuenta, en relación al documento que le entrega el Estado español a los solicitantes de asilo. “Creo que nos tratan mal a los africanos”, opina. “No entiendo a los políticos”.

Maiga mira su móvil. Tras él se encuentran los barrios de Vallecas y Orcasur. Foto / LAURA TÁRRAGA

El conflicto en Mali se inició a principios de 2012 a partir de una rebelión de los tuareg, que formaron el Movimiento Nacional para la liberación de Azawad (MNLA). En Azawad, una región situada en el norte, se sitúan las ciudades de Tombuctú, Gao y Kindal. La rebelión tuareg provocó que el ejército de Mali diera un golpe de Estado poco después con el objetivo de controlar a los rebeldes. Así salió del poder Amadou Toumani Touré, quien había sido presidente de la República de Mali desde 2002. Aprovechando este vacío de poder, los tuareg proclamaron la independencia unilateral de Azawad en abril de aquel año. La inestabilidad propició que dos grupos radicales islámicos, Ansar Dine y Mujao, se incrustaran en el territorio.

La guerra civil, que había llegado a Tombuctú, acabó con la vida de los padres de Maiga. Él y su hermano huyeron hacia la capital, Bamako, al sur del país, donde encontraron amparo en casa de su tío. Como ellos, salieron huyendo medio millón de personas más.

La huida de Maiga (Parte I) from porCausa on Vimeo.

Maiga recuerda su viaje y camina. Antes de cruzar una calle, una chica de una oenegé le detiene. Le pide un minuto, una donación. Maiga sonríe y dice que no con la cabeza. Continúa su camino. Es miércoles. Como cada mañana, recorre el centro de la ciudad en busca de trabajo. Todos los días, espera la llamada del equipo de fútbol Rayo Vallecano, a donde mandó su currículum hace semanas: “pensaba que si llegaba [a España] iba a jugar con un equipo”, dice. Mientras tanto, busca trabajo de lo que sea. “Si encuentro algo que pueda hacer, lo voy a hacer”, admite. “Camarero o lo que sea, trabajo de lo que sea”. Desde que está en España, ha hecho cursos de chapa y pintura, de carretillero y de jardinero. De ningún lado le llaman.

“Aquí no hay trabajo malo, solo hay gente mala”, dice, con sinceridad. Para Maiga, “trabajo es trabajo” pero preferiría trabajar de lo que mejor sabe hacer. “Yo soy jugador de fútbol, me gusta jugar, pero [trabajar en el] fútbol es suerte, [ser] piloto de avión es suerte. Todas las cosas del mundo son suerte”.

Maiga cura las heridas de un amigo tras intentar saltar sin éxito la valla de Melilla. Foto / LAURA TÁRRAGA

Durante su estancia en el monte marroquí Gurugú, donde esperó al menos un año hasta pasar a Melilla, ejerció como enfermero. Un saber que aprendió en un hospital de Tombuctú. Gracias a ello, curaba a sus compañeros que volvían heridos tras enfrentarse, sin éxito, a la valla. Las fotos de aquella época muestran a un Maiga muy joven, a pesar de que solo han pasado dos años. Aparece colocando una gasa sobre la pierna herida de un compañero que había intentado “dar el salto” días atrás. El joven, junto a varios amigos rodeando una fogata, está envuelto en un enorme abrigo beige, con unas largas rastas recogidas en una coleta, un vaquero azul y unas sandalias.

No recuerda cuántos meses esperó en el monte, considerado como la sala de espera de inmigrantes que quieren llegar a España y no pueden hacerlo por la vía legal. Solo sabe que llegó en 2013 y salió de allí en 2014. Por tierra, lo intentó muchas veces, no sabe cuántas. En mar, trató de alcanzar el puerto marroquí de Nador, hasta en cuatro ocasiones. Por aire, en cambio, no podía siquiera planteárselo. Como si se tratase de un preso que desconoce el tiempo que lleva encarcelado, Maiga perdió la noción del tiempo. La valla se convirtió en los barrotes. La guerra en el norte de Mali, las paredes, que no podía atravesar.

En «el Gurgú», como dice él con voz gutural, sobrevivió gracias al dinero y la comida que le daban sus amigos y las limosnas que conseguía tras mendigar en la ciudad. Desde aquí, él y sus compañeros observaban a sus carceleros, a la espera de que hubiese alguna oportunidad para cruzar la valla, un muro utilizado por España para delimitar su soberanía respecto a Marruecos. «Si había mucha policía, volvíamos al monte», asegura.

La huida de Maiga (Parte II) from porCausa on Vimeo.

Este maliense es una persona tímida que afirma con un «bueno» y niega con una sonrisa en la boca, la mirada clavada en el suelo y un «ya veremos». Alguien que se despista fácilmente y no hace nada por disimularlo, alguien que no parece cómodo rememorando el salto que le ha traído hasta aquí, pero lo cuenta.

De sus intentos de salto a la valla, recuerda que no había organización y que todo surgía de la improvisación: “si necesitamos saltar la valla hoy, por ejemplo, nos reagrupamos y hablamos”. En esa reunión, advertían sobre lo que les podría suceder. «Vamos hoy a la valla, cada uno tiene que cuidarse” porque “en la valla están así, así, así», dice, agitando sus manos al hablar. “Si sabes que te pueden agarrar, tienes que volver” porque “en la valla hay policías, militares, Guardia Civil…”

Finalmente, cuando llega el momento de cruzar, se salta sin más: «si llegásemos ahora, saltaríamos», suelta. Cada vez que saltaba la valla, se animaba a sí mismo con un “tienes que aguantar” y un “[tienes que] intentar buscarte la vida”. Segundos más tarde, enseña las palmas de sus manos y señala las heridas después de traspasar el muro. En ambas, hay pequeños puntos negros, cicatrices que quedaron cuando las vallas “le picaron”. No es mucho, según él, porque a otros compañeros “les picaron más”.

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Maiga muestra su tarjeta roja de solicitante de asilo en España. Foto / LAURA TÁRRAGA

El día que llegó a España, no supo que protagonizó el salto más multitudinario que ha habido desde que la valla medía seis metros de altura. Hasta 2005, la alambrada medía tres metros de alto. Los medios lo calificaron como “el mayor salto de la frontera”, “uno de los saltos más numerosos” y “un salto masivo a la valla”. Una gráfica del Ministerio de Interior muestra el número de llegadas a Ceuta y Melilla durante 2014. Según sus datos, de los más de tres mil intentos de cruzar las vallas que hubo en marzo, quinientos tres se convirtieron en entradas. Maiga fue uno de esos números: «yo estoy feliz, mucho, porque donde estaba no era vida, no había duchas, uno no come bien”, asegura el joven. “En España uno está feliz y contento. Donde estábamos no había nada, dormíamos mal».

Algunos amigos ya estaban en el Gurugú desde antes de que él llegase y aún no se han ido.«Hay gente que pasa muchos años esperando cruzar la valla», cuenta, «no han tenido suerte». Saca su móvil y muestra una foto en la que aparecen unas cinco personas jugando al fútbol en un descampado en medio del bosque. Ese lugar podría ser cualquier monte, si no fuera porque él dice que es el Gurugú. Señala a uno de los que aparecen en la foto y dice: «él no ha pasado aún, del resto, todos han cruzado».

De vez en cuando su amigo de la foto y él hablan por teléfono: “él me dice ‘no me dejan pasar’ y yo le digo ‘pero tonto, cómo te van a dejar pasar, ahí tienes que aguantar'», bromea. Maiga confiesa que tiene una deuda pendiente con él porque le prestó dinero para comer cuando estaba en Marruecos. «Tú tranquilo, en cuanto yo empiece a trabajar, te voy a ayudar», cuenta que le dice. “No le puedo rehuir”, asevera.

También asegura que no tira nada de lo que le regalaron durante su largo camino. Como un viejo teléfono móvil rojo con teclas y pantalla a color que hoy en día solo sirve para llamar y mandar mensajes. Después, el joven maliense coloca este pequeño ladrillo al lado de su smartphone, el que usa para llamar, para escribir, el que te escucha e incluso te aconseja. Así es como este aparato e Internet le posibilitan hablar con su hermano menor, de 16 años, que continúa viviendo con su tío en la capital del país, Bamako.

La única manera que tienen de hablar entre ellos es a través de Facebook. Pero su hermano no está registrado en esta red social, así que un amigo en común le deja utilizar su cuenta para que hablen. Cada vez que se comunican, su hermano no para de decirle que quiere venir a España. Y Maiga no para de contestarle que «cuando tenga algo, podrás venir». «Ahora no tengo trabajo, no tengo nada», le dice resignado. Desde la distancia es su hermano el que le mantiene al tanto de las noticias de Malí. “Ahora las cosas están más tranquilas”, explica, «pero así es África: un día bien, un día mal».

Han pasado varios días desde que Maiga estuvo en el centro de la ciudad buscando trabajo. Es domingo y se encuentra en un parque del barrio en el que vive, situado al sur de Madrid. En la entrada, una familia gitana habla alrededor de un coche, una pareja de jóvenes anda abrazada, un grupo de amigos ecuatorianos hacen piña alrededor de una radio, suena salsa. Maiga juega con ellos en un equipo de Vallecas, de hecho, para que pudiese participar, los propios jugadores le compraron el equipamiento completo. Tras dudar sobre dónde ir, sube a un pequeño monte y se sienta en un banco. A sus espaldas están las vías del tren que separan el barrio de Orcasur de Vallecas.

Desde que llegó a España, ha pasado por el CETI (Centro de Estancia Temporal para Inmigrantes) de Melilla, por un centro de detención del Ministerio de Interior y por dos de acogida en la península (*). De su traspaso a la península, recuerda que todo fue muy rápido. Calcula que ingresó en el centro de Melilla el 20 de marzo. Días más tarde, fue trasladado a Madrid en avión. Viajó esposado y acompañado por la policía.

En la actualidad, una organización cubre su estancia en un piso, la alimentación y la cobertura legal. Otra, un centro de integración sociolaboral para migrantes financiado por el Ayuntamiento, el Ministerio de Empleo y el Fondo Social Europeo, le ayuda a buscar trabajo. Allí estudia español una hora al día y recarga su abono de transporte público mensual.

Gracias a lo que lleva aprendido, el joven se desenvuelve lo suficientemente bien como para expresarse en español, aunque habla también francés —pese a que prefiere no utilizarlo porque, para él, es un arma de “colonización”— y bambara, la segunda lengua más extendida en Mali.

Hay días en los que teme que le llamen los coordinadores del piso de acogida y le digan que deje la habitación. Piensa que esto puede suceder en cualquier momento: hoy, mañana, este mes. Tiene miedo porque, hace un par de meses, su tiempo en otro centro de acogida se había agotado y ni el Ministerio de Empleo ni la Seguridad Social le ofrecieron alternativa alguna.

«Oye, Maiga, tienes que salir», le dijeron por teléfono. A partir de ese día, pasó a vivir en la calle.

Esta parte de su vida es, para él, “la más triste”. Mientras habla de ello, su voz se apaga. “Yo no podía hablar español, no como ahora. Puedo escribir bien, pero hablar como hablo no tenía ni idea”, explica. “Me compré unos libros y unos diccionarios para comparar el francés y el español y también en el colegio [en referencia a la fundación que le ayuda], hace cuatro meses, me ayudaron con las cosas que necesitaba”.

Pasó 27 noches durmiendo en la puerta de un sucursal del BBVA. En ese tiempo contactó con personas que había conocido en el Gurugú y que vivían en España para ver si podían ayudarle. Ninguna lo hizo.

En medio de la adversidad y sin saber qué iba a hacer, volvió a Welcome, el hostal en el que había pasado sus dos primeras en Madrid, medio año antes. Los trabajadores de este pequeño negocio le permitieron guardar sus cosas y ducharse siempre que lo necesitara. Un amigo, dueño de un restaurante turco, también le tendió una mano. «Oye, no te preocupes, todos los días puedes venir para comer», le dijo. Además, le ofreció trabajo. Durante tres días, sustituyó a un trabajador de baja. Después de ese mes, le llamaron de otro centro de acogida, donde reside habitualmente. No es un recurso del Estado, ni del Ayuntamiento, ni de la Comunidad Autónoma. La ayuda para Maiga viene desde la sociedad civil organizada.

Maiga Madrid 4 Una llamada del Rayo Vallecano podría asentar su futuro en Madrid. Foto / LAURA TÁRREGA
Una llamada del Rayo Vallecano podría asentar su futuro en Madrid. Foto / LAURA TÁRRAGA

De aquellos momentos difíciles prefiere no seguir hablando. Admite no estar enfadado con las personas que le dieron la espalda. Maiga suspira y rememora la advertencia que le hizo una trabajadora social ante su decepción: «Nadie te va a ayudar, cada cual tiene su vida y tu vida es tu vida». Al salir del continente africano y pisar el europeo no esperaba que fuese a encontrar tanta hostilidad por el camino. Pese a ello, considera que España le trata bien. “Si hay alguien a quien España no le trata bien, [estará] mal”, explica. “La gente no es igual. Yo tengo ojos, tú tienes ojos, pero en el corazón, lo que cada uno piensa, no es lo mismo”, argumenta.

Maiga volvería a Mali si “el país está tranquilo —explica— y si no se matan inocentes”. “Si hay algo [mal], no puedo” y añade que, de esa manera, no le gustaría volver. Además, también quiere «ir de vacaciones» a Francia y Alemania, lugares a los que por ahora no puede viajar porque su condición de solicitante de asilo no le permite salir del país.

En cuanto termina de hablar de esta parte de su vida, los gruesos labios de Maiga se curvan hacia arriba. Una música suena de fondo según se aproxima al parque. Empieza a bailar. Durante el paseo, mucha gente le saluda. Todos conocen a Maiga. La escena parece una película. Los ecuatorianos reunidos alrededor de una radio continúan allí. Al acercarse, le saludan, «¡hermano!». Se encuentra con un amigo. Es Víctor, que ejercita su musculatura con un chaleco cargado de pesas. Se abrazan. Unos chavales interrumpen el partido de fútbol para darle la mano al joven de Mali. Este les explica que le están haciendo una entrevista. Hay cuatro adolescentes sentados en un banco. Les acompaña un enorme perro. «No muerde, ¡eh!», advierte el dueño, ofendido.

Maiga se acerca al banco. Hay una chica mulata, de pelo rizado y rubio. «Tú eres mi paisana», le dice el maliense. «Yo no soy tu paisana, papi. Yo soy de la República Dominicana, a ver de dónde eres tú», le espeta la joven entre risas. Él se da la vuelta sonriendo y no le contesta.

Entonces, un niño pequeño grita su nombre: «¡¡Maiga!!». El futbolista le roba el balón y le pega unos toques. Juega con el muchacho, le persigue. Después, decide volver a casa y su amigo Víctor le acompaña. Quieren ver el partido de las ocho y media. Juega el Barcelona contra el Valencia. El equipo de Maiga es el Chelsea y, si no, va con el Real Madrid. Aquella tarde, el Valencia le encajó dos goles al Barça. Puede que eso les pusiera contentos.

Por expresa petición de Maiga, hemos eliminado los nombres de los centros y organizaciones citados en la entrevista.

La fotógrafa Laura Tárraga conoció a Maiga en un viaje a Marruecos y Melilla en marzo de 2014. Siguió en contacto con él y, en abril de este año, le solicitó una entrevista, ya en Madrid, para la realización de este reportaje.