¿What does it mean to be Canadian?

«¿Qué es ser canadiense?”, preguntaba a sus lectores hace algunos años el periódico de Toronto The Globe and Mail. De entre las miles de respuestas que recibió, una llamó la atención de los editores: «Un canadiense es alguien que, en el momento de poner un pie en las costas de Canadá, se vuelve al que viene detrás y le dice: ‘No, gracias. Estamos al completo’”. La broma de este lector esconde una realidad menos amable: a pesar de las razones objetivas que mueven a la emigración, y a pesar de los beneficios que este proceso conlleva para los países de destino, sus sociedades exhiben una cautela fundamental ante el incremento de extranjeros, en particular cuando se trata de poblaciones menos prósperas y con culturas o religiones diferentes.

En el contexto de un mundo interdependiente, en el que los movimientos de personas se rigen por consideraciones ajenas al control inmediato de los gobiernos como la desigualdad y la demografía, la incapacidad para vencer estas cautelas puede provocar un verdadero choque de trenes.

Lo que es más importante, la reforma del modelo migratorio se enfrenta a muros mentales incluso más eficaces que los reales.

Una de las principales lecciones que podemos extraer del mosaico de intereses y preferencias que conforman este debate es que, como en tantos otros asuntos públicos, la percepción de quienes van a ser objeto de una decisión política importa tanto como los hechos objetivos que inspiren esa decisión. Es posible que los flujos migratorios beneficien al interés común y sean inevitables, pero eso solo alterará las políticas de los países de destino en la medida en que sus opiniones públicas lo perciban también de este modo.

Dicho de otra forma: no buscamos la mejor solución, sino la mejor solución que sea aceptada por quienes tienen la capacidad de bloquearla.

«Todo vale para justificar la deriva aislacionista que cobra fuerza entre los votantes conservadores británicos»

Lo anterior no significa que la política vaya necesariamente a remolque de las encuestas. La diferencia entre un líder y un burócrata es precisamente su capacidad de impulsar cambios que no siempre están en el radar de los votantes. Pero ese impulso no es lineal. A lo largo del proceso debe ir cediendo y forzando la cuerda, en una combinación de exigencias éticas y beneficios prácticos que vayan incorporando nuevos apoyos a su causa. Y esta es una causa de largo alcance.

Este artículo no se centra en el qué sino en el cómo.

Singularmente, en el modo de transformar la percepción pública de la inmigración y generar alianzas improbables para la reforma. El lector informado levantará una ceja pensando en la hostilidad creciente que rodea a este asunto, y no le falta razón. Hace unos días, por ejemplo, la Secretaria (ministra) del Interior británica, Theresa May, aprovechó su discurso en el congreso del Partido Conservador para lanzar un mensaje que firmarían mucho otros gobiernos europeos.

A lo largo de media hora, May desgrana una diatriba antimigración en la que distorsiona groseramente las cifras, malinterpreta cualquier doctrina económica respetable sobre los efectos económicos de la movilidad internacional de trabajadores y reduce a los extranjeros que trabajan en su país a un puñado de defraudadores reales o potenciales. Todo vale para justificar la deriva aislacionista que cobra fuerza entre los votantes conservadores británicos y dejar claro que su Gobierno está dispuesto a liderarla.

May –como Donald Trump, Viktor Orban o Xavier García Albiol- es un ejemplo exuberante de un fenómeno que se extiende por el mundo desarrollado como una peste y que responde a las mismas pulsiones primarias que han ensimismado a las sociedades en crisis anteriores. Pues bien, nuestra paradoja de partida es que esta regresión puede abrir la oportunidad a considerar reformas que serían impensables durante los años del status quo. La decepción de los votantes y la opinión pública con respecto al sistema actual puede traducirse en una nueva vuelta de tuerca en las mismas políticas de control que han fracasado hasta ahora; pero también puede llevarles a aceptar “experimentos” políticos e institucionales que no tienen precedentes. Y por eso necesitamos a quienes los impulsen a través de coaliciones reformistas que hasta ahora han brillado por su ausencia.

Barreras físicas y mentales

El primer paso es vencer las barreras mentales, tan poderosas en ocasiones como las físicas. Los ciudadanos europeos (y los de Estados Unidos, Canadá y Australia) coinciden de forma abrumadora en dos elementos: llegan demasiados extranjeros, y el hecho de que nuestros gobiernos no sean capaces de impedirlo amenaza de algún modo la soberanía nacional. En las sociedades desarrolladas de principios del siglo XXI, la idea de que un Estado no retenga un control absoluto sobre sus fronteras (y por lo tanto sobre el derecho de otros a residir y trabajar en su territorio) resulta simplemente inconcebible. Incluso en un entorno en el que este principio se ha ido relajando en el caso de bienes, servicios y capitales, cuando se trata de personas la simple idea de ceder soberanía es una locura.

Existe también la percepción generalizada de que el número de extranjeros que residen y trabajan en nuestros países es excesivo (o, por lo menos, suficiente). Los resultados de los numerosos estudios y encuestas que se han realizado al respecto durante los últimos años (ver, por ejemplo, Gallup y Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, OCDE) coinciden, con matices, en que existe una cautela generalizada con respecto a la llegada de nuevos inmigrantes, e incluso una buena parte de la población considera que habría que reducir las cifras actuales.

El rechazo se hace más o menos intenso dependiendo de la formación y la orientación ideológica de los individuos en las sociedades de destino y de los propios inmigrantes (trabajadores mejor formados tienden a estar más abiertos a la llegada de inmigrantes menos cualificados, y viceversa). Finalmente, las políticas de los gobiernos tienden a reflejar esta misma tendencia en sus electorados, aunque de forma menos intensa.

«La percepción pública de la inmigración es cada vez más negativa en el conjunto de Europa»

Europa constituye un ejemplo paradigmático de este estado mental. Antes del comienzo de la crisis, el informe “Migración y percepción pública” (2006) de la Comisión Europea describía con crudeza el estado de la cuestión en la UE: “Las percepciones y los ámbitos políticos se influyen uno a otro tanto en un sentido negativo como positivo. La percepción pública de la inmigración no es uniforme en los 25 Estados miembros. Las encuestas sobre las actitudes hacia los inmigrantes muestran grandes diferencias entre los Estados miembros, entre diferentes grupos de ingreso y clases sociales, y entre los tipos de miedo y aprehensión que la inmigración provoca. A pesar de estas diferencias, y a pesar de las notables excepciones, la conclusión general es que la percepción pública de la inmigración es cada vez más negativa en el conjunto de Europa”.

Y la crisis no ha hecho más que empeorar las cosas.

Lo interesante es que este sentimiento encaja muy mal con los hechos, lo que significa que la opinión pública no ha tenido acceso a ellos o ha elegido ignorarlos. La propia Comisión Europea, como la OCDE y otras instituciones menos sujetas a las apreturas electorales de corto plazo, insisten en que la economía europea necesitará un número cada vez mayor de trabajadores extranjeros, y que el actual sistema está muy lejos de ofrecer una gestión adecuada y beneficiosa del proceso migratorio. Establecen como objetivo incrementar la llegada de trabajadores legales, rompiendo el círculo vicioso que se ha establecido entre percepción pública y políticas restrictivas, y considerando la gestión de flujos migratorios en el contexto de una política europea más ambiciosa y compleja.

¿Cuánto de todo esto es inamovible? El hecho es que no todas las formas de inmigración despiertan el mismo rechazo, sino que algunas son percibidas de forma más negativa que otras. Es posible que también exista un sentimiento básico de solidaridad por el modo en el que estos inmigrantes han llegado a nuestros países (los saltos a las vallas, por ejemplo), pero pesa más el vínculo que se establece entre ilegalidad, marginalidad y crimen. Del mismo modo, las sociedades que cuentan con culturas y religiones más homogéneas tienden a reaccionar peor ante la llegada de extranjeros de orígenes muy diferentes, porque los perciben como una amenaza a la identidad nacional. Éste ha sido el caso de los conflictos que provocó en su momento la construcción de mezquitas en Cataluña y en Suiza, por ejemplo.

«Si algo caracteriza a lo que ahora tenemos es que está fuera de control»

Y lo más interesante: el ciudadano reacciona de forma negativa ante el desgobierno público. Un número elevado de inmigrantes irregulares, por ejemplo, despierta entre la población la idea de un sistema fuera de control. Como señalaba Doris Meissner, una antigua responsable de la Administración estadounidense, “mi país es un país de acogida de inmigrantes, pero también es un país de orden”. Cuando lo segundo se supedita a lo primero, viene a decir Meissner, la sociedad reacciona de forma negativa. Para comprender este fenómeno el profesor Lant Pritchett utiliza el paralelismo de la Ley Seca en los EEUU de principios del siglo XX: es posible que una buena parte del electorado discrepase con la prohibición del alcohol, pero lo aceptaban por respeto a la ley. En último término, muchos piensan que es mejor tener leyes imperfectas pero aplicables que dotarse de normas “ideales” e inaplicables.

Y eso abre una oportunidad para la reforma, porque si algo caracteriza a lo que ahora tenemos es que está fuera de control.

Las alianzas improbables

La oposición a una política migratoria más abierta está motivada por factores económicos, ideológicos y de interés propio (saturación de servicios públicos, por ejemplo), mientras que quienes están dispuestos a apoyar la llegada de más trabajadores extranjeros lo hacen fundamentalmente por razones ideológicas. Algo similar ocurre en otros casos, como el del comercio, en donde la combinación de factores económicos y no económicos ofrece un panorama inesperado del juego de preferencias sociales. El objetivo es inspirar un cambio en la conciencia pública, pero también facilitar la transición mostrando que las reformas tienen un efecto social positivo (o que, al menos, no confirman los temores iniciales de la población).

Desde una perspectiva ideológica, la percepción social es menos evidente, porque habría que combinar las preferencias políticas de los individuos (izquierdas o derechas) con su mayor a menor simpatía por la integración global. Sin embargo, las categorías ideológicas gruesas difícilmente capturan la posición de organizaciones e individuos en este debate. El gráfico adjunto ofrece una representación simple de la posición en la que se encuentran diferentes grupos de interés que podrían tener una opinión acerca de la reforma. El resultado ofrece la posibilidad de alianzas no evidentes.

 

Si esto es así, ¿por qué resulta tan difícil conformar coaliciones pro-reforma?

Cuando se trata de poner de manifiesto las contradicciones del sistema y proponer alternativas al régimen migratorio actual, la sociedad civil y política europea muestran una debilidad preocupante. Empresarios, partidos políticos, iglesias, ONG, think-tanks, académicos, medios de comunicación e incluso sindicatos: todos tienen buenas razones para la reforma, pero, en el mejor de los casos, todos limitan sus acciones a una estrategia puramente defensiva para proteger los derechos humanos y laborales de los inmigrantes o denunciar las violaciones más sangrantes. No existe una acción coordinada y proactiva que combine los argumentos éticos y prácticos para proponer un relato alternativo al de la inmigración como “amenaza”.

El argumento clave es que la reforma del régimen migratorio exigirá una coalición amplia de actores si quiere ir más allá de la estricta defensa de los derechos humanos. Estas coaliciones improbables han sido posibles en otros retos complejos de la humanidad como el del calentamiento global o el acceso a medicamentos esenciales. No hay ninguna razón por la que no sea posible ahora.

De entre todos los actores, dos ausencias destacan particularmente: la de la izquierda europea y la de la comunidad del desarrollo.

Los partidos socialdemócratas y los sindicatos han sido hasta ahora parte del problema, incapaces de ir más allá de los márgenes estrechos del marco existente. Como demuestra la actual crisis de refugiados, la sensibilidad electoral de este debate les impide denunciar las debilidades estructurales del sistema y proponer a la sociedad modelos diferentes en los que se asuman riesgos, pero que ofrezcan también la oportunidad de poner el sistema al servicio del interés común.

Siguiendo con el ejemplo británico, el portavoz del nuevo líder laborista James Corbyn declaraba hace unos días: “en algunos lugares, [la inmigración] ha beneficiado más a las compañías privadas que a la gente y a las comunidades. (…) El libre movimiento, tal como funciona ahora, está incrementando las desigualdades”. Antes que la visión de los líderes de la Europa del siglo XXI, este discurso suena al mismo proteccionismo torpe y miope que ha lastrado la acción de la izquierda durante décadas.

«La emigración es percibida como consecuencia del fracaso del desarrollo, más que un medio para prosperar»

Tampoco resulta destacable la contribución que ha hecho hasta ahora la comunidad del desarrollo, muy particularmente las grandes ONG. Cierto que la doctrina que vincula las migraciones internacionales con el progreso y la convergencia global se ha ido sofisticando a lo largo de los últimos años, mucho más allá de los argumentos manidos acerca de las remesas y la “fuga de cerebros”.

Pero en ningún caso este tema ha conseguido colarse en el corazón de la agenda de campañas e influencia pública de las organizaciones más importantes en este ámbito. Un repaso a las principales campañas de Oxfam, Save the Children, Action Aid o Amnistía Internacional en las dos últimas décadas incluye temas tan diversos como tráfico de armas, comercio, cambio climático, pobreza infantil, justicia penal universal o acceso a medicamentos, pero nunca la demanda de un régimen migratorio más abierto y seguro.

Esta omisión está vinculada a la radioactividad política y la complejidad estratégica de la cuestión migratoria.

Pero existe también la aceptación implícita de lo que un autor ha denominado el prejuicio sedentario: la emigración es percibida como consecuencia del fracaso del desarrollo, más que un medio para prosperar. De algún modo, en el momento que los individuos abandonan las regiones en desarrollo desaparecen del cuadro de obligaciones de las ONG. Es como si el compromiso no se estableciese con los bolivianos, sino con Bolivia.

Este prejuicio no solo ignora los extraordinarios costes directos y de oportunidad derivados del modelo migratorio actual, sino que dificulta enormemente la reforma al bloquear a un contendiente potencialmente muy poderoso. Como ha señalado Michael Clemens: “Conviene preguntarse si la agenda tradicional del desarrollo es suficiente en sí misma para generar la convergencia en productividad e ingresos a la que aspiramos. Si no es así, necesitamos cambios fundamentales en la agenda del desarrollo. Y la respuesta es, en términos generales, no”.

La estrategia

Los factores que hemos descrito en las páginas anteriores sugieren que no será fácil encontrar liderazgos fuertes y consolidar alianzas para el cambio. ¿Cuáles son entonces las estrategias que se podrían seguir para lograr el cambio? En último término, la más eficaz será la que combine sentimientos e intereses. Cuatro elementos destacan por encima de cualquier otro:

  • Influir el debate de ideas y la percepción social de la inmigración.

Los sentimientos constituyen un inevitable punto de partida moral. Como en cualquier otro asunto relativo a la justicia social, es imprescindible que las ONG, iglesias y movimientos progresistas espoleen la conciencia social y generen entre la población el sentimiento de responsabilidad frente al otro, dejando al menos claro que el hecho de que no se pueda es muy diferente a que no se deba. También es imprescindible ganar la batalla de las ideas. Las comisiones internacionales, los trabajos académicos o el impulso de intelectuales de prestigio contribuyen a sustentar los pilares argumentales de este debate, que a menudo es más sentimental que racional.

  • Ganar la batalla del lenguaje.

Una de las estrategias más lentas pero más eficaces para transformar esta realidad es la de alterar el marco conceptual de la inmigración. Hay que trastocar el orden de prioridades y hablar de prosperidad, antes que de seguridad, que es precisamente el enfoque que está saliendo reforzado con la crisis de refugiados. Como señala Ole Waeber, cuando la seguridad se incorpora al lenguaje y a las políticas, su influencia se extiende como un cáncer, contaminando cualquier otra perspectiva. Cuando tratamos a los inmigrantes como ilegales, aceptamos el hecho de que se beneficien de una amnistía, pero también comprendemos que se les recluya durante dos o más meses en centros de internamiento que sólo se distinguen de una prisión en el nombre.

  • Fortalecer la idea de reciprocidad estableciendo alianzas firmes con los países de origen.

La tercera estrategia para reformar los regímenes migratorios de los países ricos es dejar claro que la ecuación debe incorporar a los países de origen, porque solo hay acuerdo si hay reciprocidad. Ambos asumimos riesgos en la reforma del sistema y ambos tenemos bazas que ofrecer en la negociación. La percepción de compromisos recíprocos ha sido fundamental en el éxito de otros acuerdos difíciles en el ámbito de la seguridad, el comercio o los recursos naturales. ¿Se imaginan a Bolivia negociando el precio del gas con las cuotas migratorias como contrapartida?

  • Impulsar la integración de los inmigrantes y compensar a los nacionales que pierden con la reforma del sistema.

La “normalización” de la presencia de inmigrantes no se resuelve únicamente con el cambio de situación legal. El cambio en la percepción social de la inmigración pasa por establecer políticas activas de integración entre ambas comunidades, aceptando que se trata de un proceso de doble vía. En el caso de Europa, el Consejo ha hecho un esfuerzo por aprovechar lo mejor de las diferentes experiencias de acogida, adoptando unos Principios Comunes Básicos en materia de integración, que no solo es cultural y legal, sino también económica.

Es difícil, pero no es imposible y es muy deseable. Exactamente la misma combinación de factores que carburaron en su momento grandes transformaciones sociales como el sufragio universal o el fin del apartheid. La batalla de la reforma migratoria exigirá el mismo tipo de perseverancia e imaginación, en un proceso de muy largo alcance que podría empezar justo ahora.

 

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