Durante mucho tiempo el hambre fue un problema de distribución. Producíamos (todavía hoy) alimentos más que suficientes para satisfacer al conjunto del planeta, pero la injusta distribución de los recursos de producción y consumo condenaba al hambre a uno de cada cinco, seis o siete seres humanos (ha cambiado el tamaño de los países a los que les va mejor, no la miseria de aquellos a los que siempre les fue mal). La mayor parte de quienes se acuestan cada noche sin saber qué comerán al día siguiente son familias campesinas a las que se les han negado los recursos más básicos para producir sus propios alimentos.
Hoy el hambre sigue siendo un problema de distribución, pero además nos hemos establecido con una rapidez escalofriante en la era de la escasez. Nuestro planeta alcanzó a principios de la pasada década el límite de su tierra cultivable disponible. El número de hectáreas per cápita ha disminuido de 1,4 a 0,7 en los últimos 50 años. La estrechez de los stocks globales y la locura de los mercados energético y financiero provocaron en 2007-08 un repunte histórico del precio de los alimentos que desencadenó a su vez una carrera global por la tierra disponible. Solo en África subsahariana se compró en 2009 tanta tierra como en los 22 años anteriores. Nada diferente de un cataclismo nuclear evitará que alcancemos en 2050 los 9.000 millones de habitantes: somos más y más prósperos, lo que multiplica la huella ecológica de nuestro consumo en forma de uso de agua, tierra, grano y emisiones de CO2.
Así que en el futuro la lucha contra el hambre será cada vez más un círculo virtuoso de equidad y sostenibilidad. Se diluyen las fronteras entre la justicia social y el ecologismo, porque ya no será posible alcanzar la una sin el otro. La vulnerabilidad, mucho más que la renta, definirán el riesgo de ser alcanzados por el hambre. La vulnerabilidad de dedicar el 70% de los ingresos de una familia a la compra de alimentos, como ocurre en un Níger castigado por la subida de precios. La vulnerabilidad de reducir al mínimo el consumo de carne, pescado y vegetales, como ocurre con las familias de Chicago atrapadas por el desempleo y el subempleo.
De alguna manera envidiable, Martín Caparrós ha logrado captar en El Hambre (editorial Anagrama) la delicada complejidad de estos factores imbricados. El lector terminará este libro con la perplejidad de haber encontrado un hilo conductor entre los hambrientos de Níger y los de Chicago. Un reportaje periodístico en 500 páginas que nos permite asomarnos a la realidad de siete países profundamente diferenciados entre sí, y sin embargo comunes en su vulnerabilidad frente a los alimentos.
Hoy el hambre de siempre no está de moda. Bastante tenemos en casa como para preocuparnos por los problemas ajenos. Pero ha irrumpido en nuestra realidad el hambre del futuro. La malnutrición se extiende como una condena sobre decenas de miles de niños españoles en una etapa crítica de su desarrollo. Los intereses creados han puesto freno a las energías renovables sobre las que tendremos que construir el nuevo modelo de producción de alimentos. La crisis ha evaporado las frágiles redes de solidaridad que nos recordaban que existe un universo diferente a 14 km de nuestras costas.
Lo urgente nos ha hecho imbéciles, además de inmorales. Por eso se agradece El Hambre. No todo el mundo ha dejado el sentido común en el cajón de la mesilla de noche.
Artículo originalmente publicado en El País.