Xavier García Albiol no es xenófobo del mismo modo que Luigi Brugnaro no es homófobo. Cuando el candidato del Partido Popular en Cataluña afirma que los gitanos rumanos son una “plaga” y el alcalde de Venecia retira de las bibliotecas públicas cuentos infantiles con mensajes “innaturales”, ambos expresan su máximo respeto por los extranjeros pobres y los homosexuales… a condición de que se mantengan a una distancia sanitaria de la gente decente. Sus casos se han convertido en una caricatura del tipo de actitud que se extiende como un herpes entre los ciudadanos y gobiernos de la UE, dispuestos a pontificar sobre los derechos y libertades ajenas, siempre y cuando estos se ejerzan en alguna otra parte.
Lamentablemente, en el caso de la crisis de refugiados a la que hace frente Europa, esta suerte de solidaridad ‘remota’ choca con los hechos y con la ley. Más aún, el fracaso moral y político de nuestros gobiernos envilece a sus sociedades e impide un debate racional sobre las instituciones y normas que optimicen la movilidad internacional de seres humanos. Les propongo salir del atolladero con un pequeño plan en tres pasos: cumplir la ley, actuar de acuerdo a nuestros valores y abrir el debate sobre una nueva política migratoria europea.
El primer paso admite poca discusión. La UE se enfrenta a una crisis de desplazamiento forzoso hacia nuestros países que no tiene precedentes históricos y que recuerda pálidamente a las que se producen cada año en regiones como Chad, RD del Congo o Líbano. Si en estas emergencias humanitarias -que multiplican a la de la UE en el número de afectados y la pobreza de los países de acogida- los europeos han sido capaces de exigir a otros sus obligaciones legales, seguro que también pueden recordárselas a sí mismos en alguna de esas poco edificantes cumbres en las que los ministros del Interior desfilan como plañideras mientras menudean bajo la mesa con las bolsas de refugiados.
Una cuestión diferente es el alcance de la solidaridad que va más allá de la ley. Los rescates en el mar, los beneficios sociales de los asilados o el volumen de los programas de cooperación con las víctimas en origen dependen de la escala de valores que estemos dispuestos a aplicar en cada caso. Personalmente, el dilema no es tan complicado: piensen ustedes simplemente si les gustaría que sus hijos acaben pareciéndose más a García Albiol o alguno de los médicos y militares que se desgañitan cada día en el Mediterráneo salvando la vida de hombres, mujeres y niños. Hasta este momento ningún país europeo (con la posible excepción de Alemania e Italia) ha dado un paso al frente para reconocer ante al mundo que nuestra responsabilidad no es muy diferente de la que otros asumieron con nosotros cuando lo necesitamos. En el caso de España, donde muchos de los que tuvieron que huir todavía están vivos, la comparación es sencillamente obscena.
Queda entonces la posibilidad de considerar una seria reforma del sistema. Si algo ha demostrado esta crisis -y, de forma menos espectacular, los años anteriores- es que el modelo está roto. La radioactividad del debate migratorio ha puesto las políticas públicas en manos del Sheriff de Nottingham. Nos escandalizan las declaraciones de Donald Trump, pero ¿realmente creen que el Gobierno húngaro, el Frente Nacional francés, el Ministro de Exteriores británico o el Ministro Fernández Díaz (recuerden: refugiados como “goteras”) proponen algo esencialmente diferente? El terror a la invasión de musulmanes y enfermos crónicos se traduce en una prevención contra cualquiera que se acerque, incluyendo los demandantes de asilo. Y ayuda muy poco que políticos y medios de comunicación (empezando por este desde el que les escribo) insistan en confundir los términos denominando “desafío migratorio” a la huida desesperada de civiles de un conflicto.
No es cierto que Europa no tenga una política migratoria común: entre 1990 y 2010, 70 de las 92 reformas legislativas que se produjeron en los países europeos en este campo tenían como propósito introducir obstáculos a la llegada y permanencia de trabajadores extranjeros de baja y media cualificación. La política migratoria común europea es impedir las migraciones. Para eso sirve Frontex, los centros de internamiento, las vallas, la exclusión sanitaria y el insoportable intervencionismo en los mercados laborales en los que participan ciudadanos no comunitarios. Son verdaderos combustibles para la inmigración irregular. Los acuerdos que exploran mecanismos más ágiles e inteligentes de movilidad (como el Proceso de Rabat, el Diálogo UE-América Latina o los Partenariados de Movilidad) son figuras institucionales de museo, impulsadas casi exclusivamente por la Comisión Europea y ajenas a cualquier circuito principal de toma de decisiones.
Lo que no tiene la UE –y necesita desesperadamente- es una política adaptada a los verdaderos determinantes de la movilidad de los seres humanos: conflictos, persecución y desastres naturales, en el caso de los refugiados; desigualdad y oportunidades de empleo, en el caso de los emigrantes. Una política que incentive esa movilidad en vez de bloquearla, porque la emigración segura es fuente de beneficios extraordinarios para todos los que están involucrados en ella.
Solo alguien como Donald Trump y sus pares europeos puede creer que una valla o un arma frenarán la llegada de extranjeros. La gobernabilidad –que no el control absoluto- de los flujos migratorios vendrá de un sistema de incentivos en el que las tres partes (países de origen y destino, así como los inmigrantes) entiendan que tienen más que ganar operando dentro de las reglas del juego que fuera de ellas. Eso exige una creatividad institucional y política que hemos conocido en otros asuntos pero que en este brilla por su ausencia. La mejor manera de defendernos de xenófobos y cobardes es pasar a la ofensiva.
[Este trabajo para el Center for Global Development profundiza en muchos de estos argumentos repasando las herramientas políticas e institucionales que podría utilizar la UE.]
Artículo publicado originalmente en el blog ‘3.500 millones’ (El País). Esta entrada es la primera de la serie publicada por la Fundación porCausa sobre refugiados e inmigración.