En algunas ciudades españolas es habitual la siguiente escena: varios agentes de la Policía Nacional paran a transeúntes y les solicitan su identificación. Otras personas pasan de largo sin ser retenidas. No se aprecia ningún indicio de hecho delictivo. ¿Por qué les paran? No se sabe. Pero hay algo evidente: la persona identificada es de raza negra, los que pasan de largo no lo son.
En ese control, la Policía está solicitando una documentación que pruebe la estancia legal en territorio español. No estar en una situación legal no es un delito, es una falta administrativa, como una multa de tráfico. Pero, ojo, el problema deviene en catástrofe cuando la sanción, por esta falta, se convierte en una expulsión del país. Se pone en peligro un proyecto vital, una familia, un futuro.
Mientras se ejecuta (o no) la orden de expulsión, que estará vigente durante cinco años, la persona ya no se siente segura en su país de acogida. Cada día es miedo. Es la vida en el no lugar.
Los denominados “controles racistas” son el eslabón inicial de la cadena del férreo control fronterizo que ejerce el estado español en connivencia con Europa. Esta cadena se inicia con este puesto fronterizo móvil e invisible en el interior de las ciudades. Continúa en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) y se cierra en el vuelo de deportación.
Un extranjero indocumentado puede ser recluido en alguno de los siete CIE que hay en España. El más concurrido es el de Algeciras, mientras que los más conocidos están en Madrid y Barcelona. También hay centros en Valencia, Murcia, Tenerife y Las Palmas. Su función, sobre el papel, es la de custodia antes de la expulsión, pero las cifras lo rebaten. Durante el año 2015 pasaron por estos centros 6.930 personas, siempre en virtud de una resolución judicial. De ellas el 6,5% eran mujeres, según datos del Ministerio del Interior, órgano encargado de su gestión. Sin embargo, solamente fueron expulsadas el 41% de esas personas internas (2.871), lo que demuestra la ineficacia del propósito oficial del CIE. De hecho, el porcentaje de expulsiones se ha venido reduciendo anualmente desde el 70% del año 2009 hasta las cifras actuales.
¿Para qué sirve un CIE, entonces? Solo através de los testimonios recogidos por exinternos podemos comprender el impacto de un lugar como este en sus vidas. De un no lugar como este. “Conocí a una persona que venía de la cárcel y ella quería regresarse a la cárcel, porque decía que estaba mejor en la cárcel que en el centro” relataba Rosario, boliviana. “Porque en la cárcel, al menos, está el patio. Pero allí todo es lo mismo, las 24 horas bajo la sombra. No se ve la calle, todo está frío, estamos por los suelos”.
El Reglamento permite un máximo de 60 días de estancia, aunque la media en los siete centros es de 24 días. A pesar de ello, el 40% de los internos que visitó el SJM en 2015 estuvieron dentro más de 40 días. Un primer impacto que pocas veces se tiene en cuenta es el arraigo en el país de las personas que sufren el encierro. El SJM señala que solo el 19% de los internos visitados en Madrid y el 16% en Barcelona eran recién llegados a España. Hasta un 25% de los visitados habían estado en España desde hace más de 10 años y dos de cada tres personas internas llevaban ya cuatro o más años en el territorio.
Existen personas internas que tienen parejas de hecho registradas en territorio nacional, así como hijos o hijas con nacionalidad española. Aun así terminan privadas de libertad y en riesgo inminente de deportación. Hasta uno de cada cinco internos tenían vínculos familiares de primer grado en España.
Las personas recluidas en los CIE carecen de atención sanitaria especializada una vez son internados. Eso es debido a que los servicios médicos son básicos y no hay protocolos de detección de enfermedades contagiosas ni aislamiento, según SOS Racismo [PDF]. Además, las habitaciones en las que viven estas personas no son otra cosa que celdas de cárcel cuyas condiciones higiénicas son insuficientes.
“Debía pedir ir al baño, y le permitían ir cuando la policía estimaba oportuno” dice un informe sobre otro boliviano detenido en el CIE. “A veces, pasaban cinco o seis horas desde que llamaba hasta que se le dejaba ir. Cansado de llamar y golpear con su deportiva contra el piso de su celda para ver si alguien subía a atenderle. Más de una vez tuvo que hacer sus necesidades dentro de la habitación, orinando en el lavabo y defecando, en una ocasión, en su propio plato de comida”.
Las visitas de familiares cercanos a los internos se producen en salas vigiladas por funcionarios y a través de mamparas de cristal, impidiendo el contacto físico entre las personas encerradas y sus allegados.
Uno de los mayores problemas dentro del CIE es la situación de extrema vulnerabilidad de determinados colectivos. Las organizaciones detectaron la presencia de menores de edad, mujeres embarazadas, víctimas de trata, personas enfermas o agredidas (ya sea por la policía o por otros internos, según denuncian). Además, personas con arraigo en España o solicitantes de asilo. Interior reconoció la existencia de 19 personas menores de edad internas en un CIE en 2015, lo que supone una grave violación de derechos humanos y omisión de las obligaciones de protección de estos niños.
Se ha comprobado que muchas de las personas encerradas en un CIE son personas que han huido de sus lugares de origen por temor a una persecución o sentir en riesgo su integridad física. En lugar de proteger a la totalidad de solicitantes de asilo, a muchos de ellos les hemos aprisionado. En 2015 fueron admitidas a trámite un total de 196 solicitudes de asilo realizadas desde estos centros y eso a pesar de encontrar trabas por parte de la dirección para presentar la solicitud. 196 personas que huyeron del terror para seguir pasando miedo.
¿Tienen derecho a un abogado? Sí, pero un gran número de las personas internadas carecen de atención jurídica y de acceso a información sobre sus derechos. De igual forma, las actuaciones policiales dentro de los muros de CIE no se someten a un control exhaustivo, según denuncian organizaciones que trabajan con visitas a internos, a pesar de que existen juzgados de instrucción a cuyos jueces se les ha asignado las funciones de control de CIE.
Los propios jueces de control denuncian el incumplimiento del Reglamento [PDF] y graves vulneraciones de derechos humanos que, de ser denunciadas, tienen como consecuencia la deportación inmediata. Además, las organizaciones reclaman que la gestión de estos centros no esté en manos de policías sin formación específica, sino que sean servicios sociales especializados los encargados de la coordinación interna. La Defensora del Pueblo en el informe del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura de 2015, junto a otras denuncias de colectivos y asociaciones, alertaban de casos de vejaciones morales, agresiones, hacinamiento, prohibiciones de acudir al servicio en ciertos horarios, condiciones higiénicas inhumanas, falta de información de derechos fundamentales y un largo etcétera.
El hecho de que las redadas policiales se produzcan en público crea y refuerza en el imaginario social de la población autóctona la idea de que los migrantes son delincuentes y que la presencia de CIE y su régimen penitenciario están justificados. Y no es así. Los datos, una vez más, lo desmienten. El 54 por ciento de las personas visitadas por el SJM no tenía antecedentes penales. Es más, de las 6.869 expulsiones ejecutadas en España, solo el 40% lo fueron por antecedentes penales. Y, de hecho, es solo el 7% si contamos las expulsiones realizadas desde los CIE. El resto han sido arrancados, desgajados de nuestra comunidad, por no tener papeles, por haber cumplido una condena o por simples antecedentes administrativos policiales.
El CIE cumple una función, sí. Pero es la función del shock, del miedo, del control, del castigo, de la amenaza, de la advertencia de que España no es un país de acogida para el migrante. Pero un estado no puede parar algo que es natural. Porque, migrante, somos todos.
Conoce más sobre nuestro proyecto Industria Control Migratorio aquí.