La secuencia –presentada en cámara rápida y en el tono realista de las imágenes policiales– muestra a un buen puñado de personas corriendo hacia una valla y preparándose para saltarla. La voz en off advierte en paralelo que Donald Trump “detendrá la inmigración ilegal construyendo en nuestra frontera Sur un muro que paguen los mexicanos”, y el propio candidato remata con su eslogan favorito de campaña: “Haremos a América grande de nuevo”.

El hecho de que las imágenes sobre la amenaza de la emigración descontrolada a los Estados Unidos correspondan en realidad a la valla que separa Marruecos de Melilla parece irrelevante, porque Donald Trump tiene razón: Melilla y Ciudad Juárez –como Lesbos, Budapest o Darwin– constituyen puntos de un mismo patrón, el que conforma un modelo migratorio enfermo del que depende mucho más que una cita electoral.

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La fotografía general muestra un sistema fuera de control. Mientras la desigualdad, los conflictos y los fenómenos naturales extremos han doblado en tan solo dos décadas el número global de migrantes, la respuesta de los países de destino responde al mismo modelo unilateral y cerrado que prevalece desde hace un siglo.

Es un modelo lastrado por la radioactividad electoral de este debate, que ignora en la práctica las motivaciones de otros actores en juego y concentra sus esfuerzos en frenar la llegada de inmigrantes, antes que en gobernarla.

Todo ello genera distorsiones prácticas y éticas mucho más allá de lo aceptable: la ineficiencia de mercados de ‘puerta estrecha’ que admiten a menos trabajadores legales de los necesarios durante los años de dinamismo económico, para atraparlos después en nuestros países durante la depresión; el cuantioso coste de oportunidad en términos de remesas para las comunidades de origen e ingresos fiscales para las de destino; y la situación intolerable de millones de hombres, mujeres y niños condenados a vivir en la sombra legal y a competir por abajo con las poblaciones más pobres de los países que les acogen.

Lo que es igualmente importante, este modelo obsesionado con frenar la llegada de inmigrantes económicos tiene un efecto contaminante sobre otros ámbitos en los que la protección de los extranjeros está garantizada por la legislación internacional, como demuestra la crisis de los refugiados en Europa. Frente a sus obligaciones legales y a sus valores declarados –y a pesar de que los números propuestos por el sistema de cuotas de la Comisión eran, en general, ridículamente bajos– algunos de los Estados más prósperos del planeta han argumentado indigencia o vulnerabilidad identitaria para bloquear la llegada de asilados.

La idea martilleada de que “no podemos acoger a todo el mundo” o de que nos enfrentamos a una “invasión” ha sido aceptada por la opinión pública hasta el punto de justificar medidas miserables como la confiscación de bienes en frontera, la normalización de los discursos islamófobos o la existencia de verdaderos estados de excepción en puntos como Melilla y Calais.

No estamos solos.

Fuera de Europa, Estados Unidos expulsa irregularmente a miles de menores extranjeros no acompañados, Australia aprueba normas de asilo que contravienen la Convención contra la Tortura y las bolsas de inmigración irregular se acumulan de manera recurrente en diferentes puntos del planeta en una lógica bulímica de detenciones, amnistías y nuevas llegadas masivas.

Es un régimen insensato e inmoral. Un “sistema roto”, en palabras del presidente Obama. Un problema global que precisa una respuesta ética y política.

Se trata, en primer lugar, de superar un proceso de integración tuerta en el que las economías más poderosas imponen la libre circulación de bienes, servicios y capitales, pero impiden a los países más pobres la exportación de uno de sus productos más competitivos: la mano de obra. El movimiento internacional de trabajadores continúa siendo la gran excepción del proceso regulatorio y cooperativo que alcanza a otros ámbitos de las relaciones internacionales a través de instituciones y normas multilaterales. Posiblemente más que ningún otro emblema de la globalización, la gestión de las migraciones sigue íntimamente ligada a la soberanía e identidad de los Estados nacionales.

¿Cómo definir entonces un sistema que incentive a cada parte (países de destino y origen, además de migrantes) a operar dentro de las reglas del juego y no fuera de ellas?

Para contestar esta pregunta el secretario general de la ONU nombró en 2005 al irlandés Peter Sutherland como su representante especial para la reforma del modelo migratorio. El trabajo de este político infrecuente (“La respuesta de la UE a la crisis de refugiados es inepta y xenófoba”, decía hace poco en un acto público en Londres) podría culminar a finales de este año con una cumbre de alto nivel y la presentación de su informe de recomendaciones.

Por lo que sabemos hasta ahora a través de las consultas con gobiernos, empresas y sociedad civil, su propuesta se encarama sobre las batallas ya iniciadas –como la Convención Internacional sobre Trabajadores Migrantes, firmada hasta ahora exclusivamente por países en desarrollo– para plantear un menú de posibilidades que permitan construir acuerdos plurilaterales e incrementales, como los modelos circulares de movilidad laboral entre Europa y África. Ningún otro marco internacional relevante se construyó de un modo diferente.

Sutherland ha contado en estos años con muy poca ayuda por parte de los países más desarrollados. Pero, para ser justos, tampoco los gobiernos de los países pobres o las grandes organizaciones sociales han contribuido de forma significativa a hacer de la emigración un proceso más digno y seguro. A diferencia de sus sociedades, que identifican la emigración con la oportunidad y el éxito, muchos Estados del mundo en desarrollo dan la espalda al emigrante y le niegan las instituciones y el impulso político que protegerían sus derechos y oportunidades.

¿Se imaginan, por ejemplo, a Evo Morales exigiendo cupos de emigración legal a cambio de permitir a Repsol establecerse en el país?

En el caso de la sociedad civil global se multiplican las iniciativas de protección de los derechos humanos y los esfuerzos por cambiar la percepción social de la inmigración. Sin embargo, este asunto está muy lejos de contar con los recursos que se dedican a asuntos de una relevancia incomparable, como el 0,7% para la cooperación. Ninguna de las grandes ONG mundiales ha puesto en marcha una campaña internacional para introducir cambios radicales en el régimen migratorio, un esfuerzo que sí han realizado en el ámbito del comercio o la fiscalidad internacional, por ejemplo. Si consideramos el extraordinario impacto de la movilidad humana sobre el desarrollo, esta negligencia es injustificable y solo se explica por la percepción de las migraciones como un fracaso del desarrollo, antes que un medio para alcanzarlo.

Más que en ningún otro momento de nuestra historia, la idea de un derecho a emigrar está inevitablemente ligada a la oportunidad de una vida digna. Y eso supone a su vez replantear la nacionalidad como el elemento determinante de los derechos de la persona, distinguiendo la capacidad de los Estados para conceder la ciudadanía de su capacidad para otorgar los permisos de residencia y trabajo. En la medida en que pone de manifiesto la contradicción entre derechos individuales (salud, educación, protección) y aspiraciones nacionales (identidad, cultura), este debate nos obliga a reconsiderar las fronteras de la justicia global y a poner en cuestión los parámetros con los que nos hemos desenvuelto hasta ahora y trasladando la carga de la prueba a quien limita el derecho a moverse.

La pregunta no es ¿por qué debo admitirte?, sino ¿por qué no?

Contemplando el tono de la campaña electoral americana o la respuesta de Europa a la crisis de refugiados podríamos tener la sensación de que peleamos por salvar de la quema un derecho de 1951. En realidad, esta es una batalla que nos definirá como sociedades durante las próximas décadas. Refiriéndose al penúltimo desatino xenófobo del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, Peter Sutherland ha señalado que “los Orbán y los Trump se apoyan sobre el nacionalismo como una forma organizada de odio”.

Pero sería ingenuo ignorar que ese sentimiento estaba latente en los estadounidenses y en los europeos antes de que la crisis económica o el conflicto sirio lo hiciesen evidente. La única manera de inocularnos frente a él es abandonar esta estrategia defensiva y poner sobre la mesa la reforma radical que garantice el derecho de cada ser humano a una vida segura y digna, aunque eso suponga disfrutarla lejos del lugar en que nació.

Artículo publicado originalmente en CTXT.

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